Diseccionamos: ‘Colinas como elefantes blancos’, de Ernest Hemingway
En el fantástico ensayo ‘Punto de vista’ Janet Burroway explica al ‘autor objetivo’ y coloca como ejemplo el cuento ‘Colinas como elefantes blancos’.
Burroway escribe: “En el transcurso de esta historia inferimos que la muchacha está embarazada y que se siente presionada por el hombre para que se haga un aborto. Ni el embarazo ni el aborto se mencionan nunca. La narración se mantiene abreviada, austera y externa”.
Burroway tiene razón, por supuesto. Pero hay mucho más en ese cuento. Mucho más por descubrir…
Si hablamos de narradores objetivos, Ernest Hemingway es el primero en el que pensamos.
Todos y todas hemos pasado por una ‘fase Hemingway’. Ese momento en el que lo leemos por primera vez (novela o cuento) y caemos presos en su encanto, su emotividad, su intimidad, su misterio, su estilo, sus secretos.
Todos en algún momento tuvimos el deseo de escribir como ÉL.
Pero ese anhelo es engañoso.
Quienes nos dedicamos a la ficción sabemos diferenciar lo verosímil de lo fantástico.
Sabemos que lo importante es encontrar nuestra propia -y única e inimitable- voz.
Una vez superada la fantasía de la imitación, podemos leer a Hemingway en verdad y descubrir al hombre, al autor… Su técnica.
‘Colinas como elefantes blancos’ es uno de sus cuentos más venerados.
Publicado en 1927, es uno de los 14 relatos de ‘Hombres sin mujeres’, su segundo libro de cuentos.
El escritor ya había vivido en París, ciudad en la que perfeccionó su estilo minimalista.
En ‘París era una fiesta’ (libro póstumo compuesto por apuntes, reflexiones y observaciones de Hemingway), nos revela su método y ética de trabajo.
Contraria a la figura mítica de Hemingway (la de un hombre descarrilado, violento, bebedor incontrolable), el Hemingway de ‘París era una fiesta’ es un tipo disciplinado, que seguía a rajatabla un horario casi ‘oficinístico’ para escribir y que descubría secretos como: “nunca escribas hoy lo que puedas continuar mañana”.
Lo más probable es que ese Hemingway pulcro no haya sido 100% así, como también es probable que el mito del Hemingway rudo sea producto de una idealización.
En todo caso, fue en esos años cuando escribió ‘Colinas como elefantes blancos’.
Ese cuento reúne todo lo que esperamos de un cuento de Hemingway: un autor objetivo (casi fisgón), dos personajes enigmáticos, un diálogo que esconde mucho más que lo que muestra, un conflicto subyacente casi invisible.
La Teoría del Iceberg en su mayor expresión.
No me extenderé en la explicación de esta teoría. Para el propósito de este texto basta decir que Hemingway planteó que, enfocándose en elementos superficiales de la historia y sin discutir explícitamente los temas subyacentes, se alcanzaba un impacto mayor.
Muy bien, adentrémonos en ‘Colinas como elefantes blancos’…
Es cierto que jamás se menciona la palabra ‘aborto’ y mucho menos se hace alusión a un embarazo, pero el cuento SÍ trata de un aborto y la discusión de la pareja gira en torno a ese problema.
Pero la discusión en sí, las palabras, los tonos… revelan mucho más.
El cuento inicia con una descripción del espacio, un recurso habitual en Hemingway:
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
Un hombre y una mujer esperan el arribo de su tren. Sabemos dónde están y qué hacen (esperar). Sabemos que es un día caluroso, soleado. Sabemos que son un hombre y una mujer. Él es norteamericano. ¿Ella? No lo sabemos.
Inicia el diálogo:
-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
-Hace calor -dijo el hombre.
-Tomemos cerveza.
-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.
-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.
-Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
-Parecen elefantes blancos -dijo.
-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.
-No, claro que no.
-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?
-Anís del Toro. Es una bebida.
-¿Podríamos probarla?
-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
-Cuatro reales.
-Queremos dos de Anís del Toro.
-¿Con agua?
-¿Lo quieres con agua?
-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?
-No sabe mal.
-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.
-Sí, con agua.
-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.
-Así pasa con todo.
Es un diálogo casual, banal. Un diálogo impersonal, sin tono alegre o aventurero.
Hemingway además nos muestra a un tercer personaje: la camarera.
Tras tomar el Anís del Toro, la muchacha dice:
-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
Y el norteamericano responde:
-Oh, basta ya.
Este es el inicio de la discusión. La muchacha dice algo acerca del ajenjo. Para los lectores, no significa nada. Pero para el hombre, sí. Es algo (un suceso, un hecho) que sólo ellos conocen. Y lo más importante: es la muchacha quien hace mención a ese hecho. Es ella quien da pie a la pelea. Ella provoca.
Luego inicia la discusión y lo que la muchacha dice no es cierto. El norteamericano no la inició, fue ella. ¿Cuál es su propósito?
-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
-Bien, tratemos de pasar un buen rato.
-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
-Fue ocurrente.
-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
-Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
En el diálogo que acabamos de leer las palabras de la muchacha están cargadas de ironía. Son preguntas incluso desafiantes. El hombre -al parecer- intuye que la mujer busca un pleito. Hace lo posible por mantenerse en calma y evitar cualquier drama.
Continuamos…
-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
-¿Tomamos otro trago?
-De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.
-Es preciosa -dijo la muchacha.
-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.
Se produce un brevísimo momento de paz. La muchacha parece desistir, pero de pronto el norteamericano menciona ‘la operación’, como un mago que saca a una liebre blanca desde el interior de su sombrero.
Este diálogo -en apariencia sencillo- es una muestra de la magnífica capacidad de Hemingway a la hora de elaborar los diálogos y mostrar las misteriosas decisiones que toma el inconsciente cuando hablamos.
- Ella incita ‘la discusión’.
- Él no cae en la trampa.
- Ella parece desistir.
- Él -a pesar de sí mismo- saca a colación la operación.
¿Por qué toma esa decisión? ¿Culpa, tal vez? Puede ser…
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
El norteamericano continúa hablando. Dice todo lo que un hombre manipulador es capaz de decir. La muchacha no habla, por lo tanto: piensa. ¿Qué piensa? Hemingway, fiel a su estilo no mostrará esos pensamientos… Los revelará a través del diálogo.
Leamos…
-¿Y qué haremos después?
-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
-¿Qué te hace pensarlo?
-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.
-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
-¿Y tú de veras quieres?
-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
-Te quiero. Tú sabes que te quiero.
-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
Acá es donde se nos revelan las emociones de la muchacha, siempre a partir de lo que habla. Oraciones como: “Y piensas que estaremos bien y seremos felices”, “y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?”, “sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?”, “si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?”; son una suerte de ataque de metralla, preguntas desafiantes y sarcásticas, tiros certeros que el norteamericano no logra esquivar. Aquí vemos a una muchacha que ya sabe que ha sido manipulada y que está harta, hastiada. Una muchacha que con cada una de esas preguntas parece decir: “a ver, dime más, manipúlame más, engáñame”… Solo para confirmarse lo que ella ya sabe: que ese hombre no la ama y que con cada nueva palabra que pronuncia, el rencor dentro de ella se ahonda.
Y de pronto, como una autoinmolación, ella dice:
-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
La contundencia de esta frase funciona como un bofetazo y revela el enorme hastío de la muchacha. Es un mantra cruel, que repetirá en las siguientes líneas:
-¿Qué quieres decir?
-Yo no me importo.
-Bueno, pues a mí sí me importas.
-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
-No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
El párrafo que nos muestra a la muchacha mientras se pone de pie y observa a lo lejos cumple dos funciones. Una, la de mostrarnos el mundo que existe más allá del minúsculo espacio que ella y el norteamericano habitan. Y dos, mostrarnos a la muchacha mientras reflexiona. Hemingway no revela los pensamientos, pero nos los mostrará en el siguiente diálogo:
-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
-¿Qué dijiste?
-Dije que podríamos tenerlo todo.
-Podemos tenerlo todo.
-No, no podemos.
-Podemos tener todo el mundo.
-No, no podemos.
-Podemos ir adondequiera.
-No, no podemos. Ya no es nuestro.
-Es nuestro.
-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
-Pero no nos los han quitado.
-Ya veremos tarde o temprano.
-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.
-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.
-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?
No conocemos los pensamientos de la muchacha mientras contemplaba las colinas, pero cuando habla y dice: “podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible” se intuye un tono de pérdida, de fracaso. Y ella insiste en ellos, mientras que el norteamericano es incapaz de leer entre-líneas. Ella ya sabe lo que sucederá. Ella ya tomó una decisión. Y ella no se la comunicará al norteamericano, porque aún lo necesita; pero (y esta es una interpretación personal) una vez que el aborto se lleve a cabo, ella lo dejará.
Por lo tanto, ella piensa: ¡basta de manipulación” y por eso dice: ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
-¿Querrías hacer algo por mi?
-Yo haría cualquier cosa por ti.
-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Un autor inexperto, impaciente e inseguro habría concluido con el diálogo. Pero Hemingway no solo conoce a sus personajes; también conoce la manera en la que las personas hablan: cuán insistente puede ser un hombre en apuros, cuán cortante puede ser una mujer cansada. No me refiero a que estos personajes sean ‘típicos’ (ese sería un gravísimo error de análisis). Me refiero a que llegado el momento, reaccionan como lo haríamos muchos humanos.
Por eso el hombre continuará con su ya fastidiosa manipulación y ella nuevamente le pedirá que calle, pero la intensidad será mayor.
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.
-Voy a gritar -dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
-El tren llega en cinco minutos -dijo.
La reaparición de la mesera pone fin a la discusión. Está claro que intercedió.
-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.
-Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.
-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
En una breve oración Hemingway nos muestra ese momento de solidaridad, de sororidad, entre la mesera y la muchacha.
El norteamericano se va.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
Hemingway decide mantener el punto de vista en el norteamericano. Seguimos sus pasos, mientras lleva las maletas y bebe un Anís del Toro (tal vez para decrecer cierta tensión en su interior). Retorna y mira a la muchacha, le sonríe.
-¿Te sientes mejor? -preguntó él.
-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.
Y estos diálogos finales -que para un lector desatento podrán parecer superfluos- revelan que entre ambos personajes se ha forjado un muro de secretos. Que mentir es -ahora- lo normal y más cómodo para ellos. Que conocen lo que sucederá y que no les agrada y que, por lo tanto, mejor no hablar de ello.
Entonces: Sí, es un cuento acerca de un aborto, pero también nos habla acerca de mucho, mucho más.
Algunos análisis postulan que ‘Colinas como elefantes blancos’ es un relato machista; un relato que muestra a un hombre manipulador frente a una mujer débil e incapaz de tomar una decisión.
Estoy en desacuerdo.
Desde mi perspectiva -obtenida a través del análisis que acabo de realizar-, este cuento nos muestra a una mujer que ya fue manipulada, que ya se dio cuenta del engaño y que usa al norteamericano para que le acompañe. ¿Qué hará ella luego? Dejarle.
Pero en fin, esa es apenas mi opinión. Los únicos que conocen la verdad son el norteamericano, la muchacha y el autor.
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